14 jun 2013

Major Tom





En la plenitud del día, el tiempo se fragua. ¡Boom!
El tiempo que se fragua. La voz.
Sucede, a veces. La mirada puesta entre los matorrales: estos se mueven en sonoro estrépito; al rato, todo cesa. El erizo corre a refugiarse dentro de una vieja madriguera; está completamente empapado. Una vez dentro, sacude su cuerpo. Al rato se siente seco y tranquilo. Muchas ramas que te tocan y te arañan la piel. La ropa hecha jirones. La emboscada al caribú. La rama que cruje.

Se bajó de la mesa. —¡Bájese de la mesa! —le reiteraron. Mis ojos. Se calzó las botas antes de bajarse. Salió de aquel lúgubre cuartucho y se incorporó al camino de tierra que pasaba cerca de la casa. El lugar: un escenario mínimo, mentalmente plano. Dos árboles, una casa, una brizna de aire caliente, un billón de billones de cereal seco. Entre milla y trigo, la espiga le entró en el ojo. La tierra enfundada en un satén amarillento cargado de pequeños pliegues, como un paño colgado en la pared, sujeto por una oxidada tacha. Un debate interior. Exequias. Se quedó quieto, destruido por lo monótono de aquel lugar. Miró la sombra del ciprés acrecentarse. Pensó nuevamente en la mesa y sintió cómo sus ojos se estaban secando. ¿Habría algún río cerca?

Apoyó su espalda contra un pedrusco para quedarse dormido y soñar con un gigantesco río de aguas turbias, donde se yergue el sauce llorón a lo largo y ancho de los márgenes. Soñó con un río que conocía.

Una nulidad que hace que veas un fondo azul donde explota un cohete. Tres caras manchadas de carbón. Existen tres tipos de fuegos; la hoguera es uno de ellos. Vemos cómo se derrite el cristal y se encamina, saliendo de la nave río abajo. La mesa se cae. Se arriban las llamas. Una cuerda amarrada a una de las patas de la mesa. Alguien tira de esta y la pata cede —arrancada de cuajo—. La montañita de arena que estaba en la mesa se la llevó el viento. Grano a grano irá a parar a un alto horno. ¿No es eso?

¿Extemporáneo? Granos arrastrados por el viento, uno a uno, llamados en una cierta acumulación que se produce en algunas esquinas: arena. Procede anular este sistema. El grano. El trigo. La llanura. Las ramas. A expensas de las metáforas no se puede vivir. No podemos cargar de significados a las metáforas de las metáforas. Capas de fango metafórico, capa a capa; lodo, trigo y saliva. Una visualidad exquisita. El desierto se mueve. El sonido del desierto.

—Major Tom —Muchacho, coge tus botas, póntelas y camina. Ya no habrá dualidad que valga. No habrá buenas metáforas, ni mucho menos una alta lógica en todo esto que dices y narras. Empuja un poco, te digo. No eres tú. Acepta no serlo y, ya sabes, hazme caso: quítale las tachas al diccionario por aquello de... ya sabes, no quiero repetirme. Ve a ese río que conoces. ¡Báñate, compañero, es un sueño tan real! Déjate llevar por la corriente río abajo, como ya lo has hecho: flotando, mirando el cielo azul. Que las ramas de los sauces te arañen. Sal del río cuando gustes. Estarás más abajo. ¿Recuerdas esa llanura que no estaba donde estás ahora? ¡Junta esos dos mundos, maldita sea! Tú, saliendo del Nékar y entrando en esa llanura en la que dejaste el viejo escritorio y una silla. No vale la pena darle alma a la piedra. No lo hagas con un programa de vídeo. No juntes esos dos mundos con un copia y pega. (Yo) Tú en el Nékar / Tú en la isla. Digo que lo hagas. Ve, sal del río; no importa que la bicicleta se nos quede atrás. ¡¿Tu bicicleta se llamaba “Crótalo Diamantino”?! ¡Qué hijo de mala perra eres! Ve a sentarte al sol junto al escritorio, en la llanura. ¿Te notas cansado? Estás tiritando. La blusa azul pegada a tu cuerpo. Despréndete de ella. ¡Recuerda que tienes arena en el bolsillo! Sí, esa misma arena que sacaste del fondo del Nékar. Nada de separaciones abstractas, nada de sujeto y objeto: estás metido de lleno, sentido y realidad. Estás empapado por el río, como lo estás en la llanura donde luce un sol espléndido; ¡es la arena del río, de veras! ¿Que cómo llegó hasta aquí? Ni idea. ¡Ponla encima de la mesa, por el amor de Dios! ¡Hazlo, rápido!... ¿Qué te pasa, ya no recuerdas? El cuerpo, el pelo, la arena... ajados por el sol. Al rato comenzaste a soplar como quien lo hace sobre una tarta llena de velas, quedando apenas tres granos oscuros. La llanura que está cerca de la finca, en el barranco, a unos tres mil kilómetros del Nékar. ¿¡Te tengo que recordar todo!? Tú, con tus bobadas del escritorio que te compraste y dejaste en esa llanura con una silla. Decías que no significaba nada. ¿De dónde dimana esto?

—Major Tom II —Nunca dije que no significara nada. Fue algo rutilante. De ver. De ver si puedo creer en que se puede estar probando cosas. La llanura, la mente, idear cosas, esclarecer cosas... y lo extraño de todo esto. Recuerdo lo que pensé sobre el escritorio y todo ese rollo de la llanura. Y cómo devino todo en un proceso que salió hacia afuera, en una demarcación concreta, en un tipo de oxímoron. Grito silencioso. Dije que entendía parcialmente el significado de lo que hacía, pero que no quería darle más fuerza de la que tenía. Que veía lo absurdo de lo que se estaba llevando a cabo, sin sentir profusas contradicciones. El escritorio y el lugar que ocupa en relación con el lenguaje escrito. ¿Cómo se quedan en la mente esos pensamientos no escritos? Vuelvo al escritorio y plasmo cosas. A veces miro libros, facturas... no sé. ¿Qué ha de significar, acaso? Mi mente sigue. Vuelvo, por ejemplo, a aquel pensamiento que se erigió en las aguas del Nékar. Cada uno triste y peleado. Paramos el coche en el arcén. Caminamos y vimos charcos llenos de renacuajos, y volvimos a sentir equilibrio valorando tal cosa: el fango... el agua encharcada, en donde se apelotonaban cientos de renacuajos que asomaban la carita y abrían su boca (...) Inmersos como estábamos en observaciones de una densidad gelatinosa, los campos de cultivo parecían recién arados. Llegué a beber su agua. Mi piel sin nostalgias. Qué bueno que pueda charlar contigo a viva voz. El papel blanco con tanta luz da mucho la lata. Luego se mezclaron; una quiso matar a la otra, luego se mezclaron o algo de eso. A los pies de una escultura de plástico que anuncia ser un verdadero profeta. Una especie de arenga...

—Major Tom —¡Basta! ¡Basta! ¡Silencio! ¡Vuelve a esa llanura! ¡Vuelve al río! ¡Dame un beso!... Coge el martillo y haz añicos todos los cristales, todos los espejos. Rompe la puta mesa, haz que arda. No es un juego de purificación; no se trata de desapegarse. Se trata de superar el desapego simbólico; a lo sumo es eso. Se trata de ver el fino valor que tenemos que adherirle a la metáfora, para luego renegar de su pringoso contenido. Te digo que quemes el escritorio como te digo que no lo hagas... o, por lo menos, que no sean letras. ¿Qué dices? ¿Qué podrías tirar en la misma hoguera unos cuantos álbumes?... Me parece una idea genial. Pero ya sabes: nada de simbolismos cutres. No estás quemando el pasado, ni mucho menos. Tan sólo te veré quemando unas fotos que jamás tuvieron realmente fe. Las fotos no tienen fe en la vida. La noche llega y las brasas te darán calor. Ahora comienzo a reconocerte, por fin comienzo a sentirte. El sol, la piel resplandeciente, el Nékar, la llanura y la mesa... las ramas, las botas, el caminar, los cristales, la poltrona. Como queriendo aplicar una condición unitaria que no llega. ¡Sí, todo eso! ¿Qué dices a todo esto, mi querido agrimensor?

—Major Tom II —Soy yo, hijo de la rama que se rompe y de la mesa de tres patas; hijo de un yo que no se percata de que la rama se rompe y que se sabe en las cercanías del árbol, mirando hacia los matorrales. Ahora comprendo que la mesa ha permanecido demasiado tiempo a la intemperie... Ahora sé quién fue el que amarró una cuerda a una de las patas. —¡Fui yo!— Fui yo el que tiró de la pata carcomida y la arrancó de cuajo. Fui yo el que no grabó ningún vídeo sobre todo esto.

Una feroz intuición dirigida hacia cómo suceden los hechos. Replicantes que se sitúan bajo una cristalina capa que revolotea, que se endurece con la metáfora: el dualismo, los sensores térmicos, el diccionario, la vanguardia, el reloj (...) Para luego volver a decirnos que, para nada, podemos entender. Ha venido para quedarse y su espesor ha crecido. De tal forma que volvemos a comenzar sin sentir la sucesión de capas adheridas. Nos deberíamos vestir —vestidor— todos los días con esas ropas confusas. Besos grises.
Una fuerza que ha contribuido a olvidar. La inscripción que nos advierte que todo es verse en el barniz. Forever.


Les amusements naturels, p. 217.    John Table

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