Nuestros corazones demandan nuevas mitologías.
Lo bueno de encontrar historias en cajones olvidados, legajos… Si la cantidad es grande, y con ella puedes cubrir el suelo de un cuarto amplio, la imagen como conjunto será mayor que las historias y letras volcadas en tu literatura universal. Aunque pueda parecer una mesa larguísima, repleta de manjares y oropeles —como el banquete final de los tiempos—, acaba siendo devorado por las moscas y las larvas blancas. Creo que la reposición total puede ser eso. Quiero decir: una de las historias tiradas en el suelo sería esa.
Olvidar parte de una historia y dotarla de los atributos del momento… quizá sea un tipo de trasvase. Claro que, si recoges todas las hojas después de esparcirlas por el suelo del salón, y mientras caminas sobre los folios las observas detenidamente, puedes descubrir que más de una mano las ha escrito. Y tú creías que eran obra tuya únicamente. Una obra magna, y todo ese rollo de libros de más de mil páginas. Incluso te percatas de la cutres que gobernaba aquellos legajos: algunos son simples copias; otros, papeles oficiales o facturas; y otros pertenecen a grafías desconocidas.
¿Por qué los metería en el cajón número 101 de aquel sistema de clasificación inventado por mí? Se suponía que la biblioteca estaría compuesta por hermosos y raros manuscritos propios. La maleta 14 y el baúl 16 contendrían relatos creados con fragmentos robados de otros libros; el 92, sin correspondencia con la concatenación del sistema de ordenación, guardaría frases escuchadas en la calle, apuntadas al vuelo. Frases que habían llamado mi atención, pero que no podían ser verdaderos “relatos”: eran demasiado inconexas. Frutos del azar.
Otra idea presente era la de la eterna llama: fuego vivo que hace que el techo se hunda y se abra al firmamento. “La bóveda celeste”, pone en algún papel, seguramente. Un fuego que sirva como detonante para un nuevo tipo de literatura chorra y maravillosa. El resultado final de la vida antes de la muerte. Es una bobada, pero me gusta la idea: una casa con pocas cosas; y que esas pocas cosas no tengan la menor identidad, la menor garantía de carácter. Un bote de cristal grueso acoge unas cenizas negras como el humo de una locomotora.
Al rato, identificar toda la prosa con aquel polvo azabache. Recomponerla con la oralidad, quizá ayudado con una lupa. Una anécdota. Dos. Tres. Resulta que, al final, el amigo de Kafka quemó todos los libros… o, mejor dicho, la mejor forma de quemarlos fue entregarlos. No lo sé; siempre que veo cenizas pienso en un baúl con la obra de Kafka ardiendo a las afueras de la ciudad, justo detrás de un bosque.
No quiero decir que las cenizas sean un apropiado abono. No. Quizá la idea que está detrás sea la de reunirse bajo el fuego, un grupo de personas, y contar historias milenarias de las nuevas mitologías.