Una mesa repleta de legajos aun
sin atar. Profusión de papeles encolados y pegados en la pared cuya cartografía
es la de siempre. Subirse a lo alto de una escalera y mirar hacia abajo,
con un catalejo de lentes formadas por saturación de sal, a alguien desnudo que yace en el suelo.
Manuscrito encontrado.
Tirar manuscrito desde lo alto
de un edificio, asumir su pérdida.
Barrer
y complementar con una fina pátina de café sobre el folio.
Al rato esculpir una grieta,
¿se puede esculpir una grieta? Procedes y no queda tan mal.
Trampantojo por el que entra un chorro de luz en aquel cuarto: legajos y
papel encolado, ya sabes. Reforestar es como inundar pero con diferentes
elementos aunque nos refiramos ahora a una especie de letanía visual. Al otro
lado de la habitación un grupo de personas trabaja a destajo,
colando arena por la grieta con un chorro de aire a velocidad media,
reproduciendo una estela de tiempo vigorosa.
La ventisca asedia el cuarto,
(formato ficción), la mesa se llena de arena,
pronto dunas, la cama y sus (re)pliegues, grano a grano, desaparecen sin llegar a colapsar del todo. Como decimos,
es toda una treta bien orquestada: la elección de la tinta para los legajos, el
tipo de hilo para atarlos, el cuidado a la hora de proyectar el atrezo.
¿Esculpir una grieta? ¿Alquilar termitas? ¿Sustituir las tripas por un plano de
un hormiguero? ¿Qué te parece? ¿Qué te merece?
Supongamos que quiero grabar el
sonido producido por un montón de periódicos atados que se dejan caer al suelo
en la entrada de algún quiosco. Todo eso no me llevará
mucho tiempo, puedo recurrir a la imagen de la inflación del marco durante el
final de la segunda guerra mundial y enfrentar ese montón
de papelitos a los míos. No está de más señalar las características
del rostro que sujeta ese fajo de billetes.
¡Porfiar, porfiar infinitamente!
El otro día mantuve una
controversia sobre los desiertos y los bosques. Defendí
mis postulados. Lo dije hace tiempo: bosques
y desiertos encumbran un tipo de entelequia monolítica. Llevé un enorme manuscrito en el que había anotado un sinfín
de cosas sobre otros asuntos. Lo
situé de tal forma que fuera visible desde el púlpito para toda la
audiencia. Durante mi discurso no recurrí
a nada de lo plasmado semanas atrás, y a expensas del público, los quemé al finalizar mi desértica y
arborescente disertación. No quiero parecer un impostor pero tampoco un
fotógrafo, ni mucho menos tirar las cenizas por el retrete y grabarlo. Ya sabes, ese rollo tipo cortometraje sobre el entierro de
mi queridísima tía Gilberta, acompañado de planos del ataúd
entrando en el horno, yuxtaponerlo con imágenes de altos hornos. Volver al
entierro y grabar un plano secuencia del rostro frío y maquillado de la tía y continuar con cada una de
las jetas de los presentes,
mientras una voz en off nos hable sobre unas enormes grietas marinas, sobre choques de
placas tectónicas y ese tipo de sucesos. Parar la cámara y entrevistar a la
persona que más le pesen los huesos. Durante, luego o después del velatorio
grabar a la gente comiendo canapés y amplificar el sonido de forma ensordecedora.
Sería interesante subir a escondidas y rebuscar en los cajones y... no sé, tal vez alquilar una tortuga morrocotuda de más de 170 años y que todo el mundo la vea como una más de la
familia, que conversen con ella.
Sería pésimo, como dije, que al término de este relato
o cortometraje impregnara todo con un rollo tipo… “cenizas desapareciendo en un
pequeño torbellino, producido por el tirar de la cadena”. Sería muy feo dicho
lo dicho sobre los legajos y la pasmosa posibilidad de encontrar algo escondido
detrás de un ladrillo en la vieja casona. Digo, que al golpear con los nudillos
la pared nos respondiera con un sonido vacío, amplio y figurásemos (tú y yo)
lo que encontraríamos al otro lado, sin jamás acometer la acción de picar la
pared y ver que al otro lado no había nada: una ventana que se abre y tan solo
hallamos un muro. Quiero decir eso, el legajo no se ha de tocar, tan solo podemos
proyectar lo que esconde, si no nos conformamos con esto, con olerlo, palparlo
a lo sumo, obtendríamos quizás un sólido
manuscrito titulado “Legajos
de utopía”. Figúrese que ese ensayo
lleva su nombre. Legajos de utopía seguido de la
mandrágora distópica. Pero ¿qué sucederá después?...
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